sábado, 29 de diciembre de 2012

LA SAGRADA FAMILIA




La escena de Jesús perdido en Jerusalén, la preocupación de sus padres, el reproche de María y el final de ese episodio, donde Jesús crece junto a sus padres; nos da el momento justo para comprender por qué San Pablo dice en la carta a los Filipenses (Flp.2, 1-11) que el Señor "se anonadó a sí mismo". Y la frase queda chiquita al lado de todas las predicciones del Antiguo Testamento y de todo el relato de la concepción y nacimiento de Jesús más las viscisitudes que tuvo que pasar desde su primera infancia. La Palabra de Dios que ilumina esta realidad de la Familia de Jesús, José y María se conjuga en dos de experiencia cotidiana, y, para asombro, dos de experiencia de Dios: amor y familia. 





Esas dos, si el que está leyendo vive la realidad familiar con todo lo que es en el presente, la sentirá con gran fuerza. Sabe que su familia no subsistiría sin amor. Sabe, quizá, que su familia se hubiese mantenido unida si hubiera habido amor. Ambas personas, las que pasan por una experiencia feliz y las que pasan por una experiencia triste; descubren que el secreto de una familia está en el amor; y que el amor se vive en familia. 





Se pueden ver telenovelas por montones donde el amor es lo que pasa entre un varón y una mujer; y todos los líos que esa relación produce los efectos de la audiencia.  Pero todos saben que eso es sólo el comienzo de una realidad que incluye los hijos, que incluye todos los detalles de la vida, que incluye el modo de llevar adelante la relación humana entre los esposos y los hijos. La realidad del amor humano tiene por santuario la familia; ese espacio donde las vidas se entretejen en la experiencia auténtica del amor. Que le da la amplitud necesaria para hacer de la familia una experiencia gratificadora del corazón que anhela amar y ser amado. 







La Palabra del Señor, sin embargo, no deja de iluminarnos para comprender a dónde quiere llegar ese amor familiar, y cuál es la fuente anterior al simple amor humano que le permite alcanzar esa estabilidad y durabilidad que todos esperamos. Lo que pasó con Ana, madre de Samuel, que tuvo a su hijo y apenas lo destetó lo llevó al templo para consagrarlo al Señor suena fuerte. Ana sufría por no tener hijos, y cuando lo recibió de Dios (primera lección) lo cedió al Señor (segunda lección). Su amor era auténtico y amplio. Como mujer israelita sabía que no podía dejar sin herederos a su esposo Elcaná. Sufría porque no dejaría aquella descendencia de la que nacería el Mesías. A su deseo natural de ser esposa y madre, se sumaba el deseo sobrenatural de responder como hija de Dios. Pero ella no quería "arrancar" la vida como una propiedad. La esperaba de Dios porque sabía que El es el soberano creador y padre providente de donde proviene toda vida humana. Así, su oración persistente logró que engendrase a Samuel. Como mujer de fe sabía también que la vida de su hijo no le pertenecía. No era "su hijo" como una propiedad. Era un hijo de Dios y a El le pertenecía. Ella lo ofreció como un gesto de su amor de hija al Padre Dios. Su gratitud auténtica no la hizo poseedora del bien recibido, sino servidora de la vida. Poner a su hijo en manos de Dios era dejarlo vivir aquel plan que Dios tenía para con él sin proyectar ella su propio plan sobre su hijo.



Cuán grandes suenan las palabras del diálogo entre Jesús niño y su madre. La preocupación de sus padres, la respuesta desconcertante del hijo propia de un adolescente. Pero en el trasfondo, José y María no entienden lo que él les quiere decir. Quedan desconcertados. Una primera experiencia de que el hijo no está sólo en sus manos. Que su vida tomará un rumbo que ellos no podrán manejar. Este gesto de independencia de Jesús se revela en un gesto de auténtica dependencia: "¿No sabían que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?" El texto de San Lucas nos dice que Jesús vivía sometido a sus padres. Siguieron una vida familiar... marcada por una realidad más superior: la relación de Jesús con su Padre del Cielo. Esto puso equilibrio en la relación padres e hijo. Ahora José y María se ocuparían de él en todo lo que les tocaba, pero ya no podían volver a sentirse dueños de los caminos de Jesús. Ahora ellos también eran espectadores, sin dejar de ser padres. Ejercían autoridad sin desconocer la autoridad de Dios sobre su hijo. Tan pocas palabras, tan simple episodio, revela la profunda realidad de la familia humana. Y cuánto más, de la familia cristiana. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Deja aquí tu comentario